Carlos Olivera
Es cusqueño, hijo del ombligo del mundo. Y por eso su arte no podía ser cualquiera. A los 10 años tropezó con la plastilina y al conjuro de sus manos la hizo suya y universal. Y desde entonces, no ha dejado de transformar cuanto material se ha atrevido a ponerse en su camino: barro, piedra, metal y sigue la lista.
La escultura es su medio de decir, en físico, lo que su alma imaginera echa a volar. Algunas de las grandes capitales del mundo ya lo conocen y lo admiran. Imposible no hacerlo.
Como no rendirse, turumbo, ante el huaracaso de lo inasible y lo etéreo, escapándose de la materia, para gritar su poesía que transfigura su entorno con un verso de cerámica o de piedra o de plastilina primigenia, auroral.